18/7/07

Oniris.


Cuando despertamos, sabemos que algo soñamos pero es muy difícl acordarnos qué realmente soñamos. A veces quisiéramos seguir soñando, otras veces quisiéramos que lo que en el sueño nos pasa sea de verdad un sueño, porque si fuera realidad sería una tragedia. Qudémonos con los sueño que queremos sean eternos, aquellos que están hechos para nosotros y por nosotros, por lo que nada puede salir mal, excepto una cosa: Que nos despierten.
Oniris, es un minicuento de sueños que parecen realidad, pero que lamentablemente son realidades que parecen un sueño.


“¡Dos y cuarto! ¡Sale el de las dos y cuarto!”. Le gritaba Fresia, su hermana, mientras corrían, casi volaban para alcanzar aquel bus rosado que las llevaría al Paraíso, un pueblecito del sur de la ciudad. A Fresia se le cayó su boina mientras corrían.
Arnouveau, tenía mucho miedo de perder el tren, primero porque era rosado, y segundo porque nunca había viajado en avión. El avión de las dos quince ya se iba. Era un avión rosado, el color favorito de Arnouveau.
Ambas corrían y corrían, tan rápido que daba la impresión de que no tocaban el suelo, o al menos eso creía Arnouveau, sobre todo cuando de repente, olvidando que estaba corriendo, logró mirar a su derecha y observó a un niño igual al de la película jugando con una mujer. La mujer le arrojaba pañuelos desde unos diez pasos de distancia, y el niño con la palma abierta los recibía y los convertía en una llama cuyo humo tomaba la figura de un arco iris de tonalidades blancas, grises y negras.
Seguían corriendo y parecían jamás llegar. Decidieron tomar un taxi. Pero no pasaba ningún taxi rosado, porque obviamente para llegar a un avión rosado, había que tomar un taxi rosado. Menos mal que justo llegó ese viento del sur que le dijo su profesora y las encaminó a la puerta misma del avión. Tenían frío. Sacaron sus boletos rosados y se los mostraron al hombrecito de boina que los cortaba. Les dijeron que al fondo a la derecha estaba el baño y a la izquierda de éste estaban sus asientos: 54 y 56.
“Pero Fresia si los pedí juntos, no sé qué pasó”. Fresia no respondía. “Pero discúlpame, si yo traté de pedirlos juntos, pero te repito que no sé qué pasó”. Arnouveau se enojó ante la incorrespondencia comunicativa de su hermana. “Bueno, entonces me voy sola, pero en tren”. Se bajó del avión, tomó un taxi rosado y la llevó hasta el tren rosado. Subió al tren y el mismo hombrecito del avión le cortó los boletos. Algo raro había allí. Fresia estaba sentada en el fondo del tren, en el asiento 55, pero no llevaba su boina. “De veras que se le cayó mientras corríamos” pensó Arnouveau. Cerró su sombrilla y se sentó al lado izquierdo de su hermana.
El tren iba muy rápido... El tren iba muy rápido... El tren iba muy rápido... El tren iba tan rápido que se desprendió el techo y Fresia gritaba fuerte. Fresia gritaba muy fuerte. Arnouveau estaba tranquila, porque faltaba poco para llegar al Paraíso. El tren paró de repente y el hombrecito gritó “por favor todos muestren sus boletos, porque el servicio ha sido suspendido y deben ahora abordar el avión. Por su comprensión, gracias”.
Todos se fueron al avión rosado que esperaba afuera. Salieron por los techos. En la puerta del avión estaba el hombrecito, cortando los boletos rosados. “Al fondo sus asientos señoritas”. Les tocó el 54 y el 56. Dejaron de quejarse. Fresia quería seguir quejándose, pero Arnouveau se acordó de un aforismo que le había dicho Maritaine, una amiga francesa que conoció en la biblioteca: “Los problemas tienen oídos sordos ante nuestras quejas, aunque ojos atentos ante nuestros actos”.
El avión llegó al fin a su destino, bueno casi. El aeropuerto se había incendiado, por lo que debió aterrizar en el cementerio. Las hermanas se bajaron del avión, mirando en el horizonte la gran llamarada que había acabado totalmente con el aeropuerto.
Para llegar al Paraíso debían atravesar el cementerio, al igual que todos los demás. “Me da miedo, me recuerda el funeral de mamá”. A propósito de ese comentario, le llegó un papel en la cara, una especie de folleto rosado.

EXCAVADOR DE TUMBAS.
LLÁMEME AL 555 – GRAVEDIGGER.

Arnouveau se recordó de la interpretación de Delacroix de los sepultureros de Hamlet. Caminando por el cementerio, al igual que todos los demás, a Arnouveau le vino una idea. “Pásame el celular Fré”. Desconfiada, Fresia se lo pasó. “Pero Arnie, no me gastes muchos minutos”. Llamó al excavador de tumbas.
De atrás de un árbol, iluminado sólo por la luna de cristal que se mostraba esa noche, aparecieron dos hombres con aspecto de muertos, con aspecto de mineros muertos. Cargaban con sus picotas y sus palas, con sus chaquetas de cuero sin manga tiznadas por completo de carbón y uno de ellos acarreaba una carretilla en la que estaba tirado un cuerpo sin vida. “Mande” le dijeron a Arnouveau.
La idea de Arnouveau era poder ver por última vez a su madre, que de hecho estaba enterrada en el cementerio en que estaban conversando. “Quiero ver a mi madre, quiero saber cuánto me va a costar”. Los sepultureros cavilaron unos segundos. “La boina de tu hermana”. Fresia y Arnouveau se miraron instantáneamente. Luego ambas miraron la la cabeza de Fresia. La boina no estaba allí. La había perdido. “¡La tiene el hombrecito que corta los boletos!”. Corrieron hasta el avión, apresuradas, viendo que las turbinas ya estaban en marcha para partir. “¡Espere! ¡Mi boina!” gritaban mientras corrían, corrían muy rápido, tan rápido que parecía que no tocaban el suelo. Mientras corría, olvidando que estaba corriendo, Arnouveau logró mirar hacia la izquierda y vio la menuda figura de su madre vestida de novia. No se veía feliz, se veía triste y solitaria, sobre todo solitaria. Intentó parar de correr en línea recta para dirigirse donde su madre, pero iba demasiado rápido como para parar.
Llegaron donde el hombrecito de la boina. ¡Sí, era la boina de Fresia! “La recogí mientras corrían muchachas, no quería robarla”. Fresia golpeó al hombre, lo golpeó con su puño en la nariz, lo golpeó tantas veces que su nariz estalló en sangre. Se le veía el huesito de la nariz. Se despidieron del hombrecito, tomaron la boina, se sacaron los zapatos de tacón alto para correr más rápido y se largaron a correr.
Para entrar por segunda vez al cementerio debían pagar una especie de peaje. “Son dos libras” les dijo el hombrecito, el mismo hombrecito de los boletos. “¿Libras?” se preguntó Arnouveau. “¡Ah, libras!”. Sacó cuatro libras y pagó por las dos.
Corrieron hasta la tumba en la que las esperarían los excavadores de tumbas. No estaban. Siguieron su camino.
Llegaron al Paraíso. Era un verdadero infierno. Fuego por todas partes, gente muerta en todos lados, perros desnutridos con ratones muertos en sus hocicos, vehículos en llamas y un camión azul. Se dirigieron al camión azul. Era un camión como el de Los Magníficos, sin las ruedas traseras y con las puertas abiertas. Fueron a la parte de atrás, abrieron las puertas de la cabina trasera y se encontraron con una horrible imagen: Docenas de bebés muertos, más bien reventados, molidos, aplastados contra el piso del camión. Las chicas se quedaron sin habla. Llegaron los sepultureros con sus palas. Pidieron permiso a las muchachas y comenzaron a retirar con la pala los restos de carne y huesos que constituyeron alguna vez niños. Echaban los restos en un saco que decía:

HARINA – MOLINO DE TRES CUARTOS, CASS GARAMY.

“¡Eso!, necesitamos harina, tenemos que ir con ese Cass Garamy”. Le preguntaron dónde podían encontrarlo a los sepultureros y caminaron en la dirección indicada.

* * * * * * * * * * * * * * *

Sonó el despertador, marcaba las 7:00 a.m. Se quedó quieta, mirando el techo. Tratando de recordar el sueño. No pudo. Trató de conciliar nuevamente el sueño para volver a ese sueño tan bello. No recordaba de qué se trataba, lo único que recordaba era que era muy bonito. “Había mucho rosado y estaba la Fresia”. Siempre sueña con su hermana para la conmemorativa fecha del accidente que le quitó la vida. “Pudimos haber sido las dos…”.
No tenía que ir a la universidad. Era sábado. Tenía que ir al cementerio, con su mamá.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: Los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: Los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:

Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Anónimo dijo...

La imagen me preocupa, me alarma, me enternece y me paraliza.
Como si la unica solucion fuese volarte los ceos para dejar salir todo lo que hay en ti, todo lo bueno de ti, que es reprimido, por otros. Y que solo la inexsistencia puede liberar.

La imagen tambien me deja muy triste, porque me siento asi, media muerta media viva, queriendo, deseando que mi escencia fluya y no se inmovilice o deteriore frente al rechazo. Frente a la frialdad o la represion.

CAOS